;; Lost H E A V E N ;;
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;; Lost H E A V E N ;;
Nombre: Lost Heaven
Autor/Adaptación: Foxxy (Yo)
Género: Drama, Angustia, Romance, Terror, Gore, Violencia
Advertencia: +18. Escenas de violencia explícitas, escenas de sexo explícito, lenguaje fuerte. No podré subir muy seguido porque apenas tengo el primer capítulo escrito terminado y la inspiración no siempre viene. ¡Espero que les guste!
Autor/Adaptación: Foxxy (Yo)
Género: Drama, Angustia, Romance, Terror, Gore, Violencia
Advertencia: +18. Escenas de violencia explícitas, escenas de sexo explícito, lenguaje fuerte. No podré subir muy seguido porque apenas tengo el primer capítulo escrito terminado y la inspiración no siempre viene. ¡Espero que les guste!
Introducción
Todo había pasado muy rápido. Como una estrella fugaz, ella le había pedido un solo deseo: morir. Y llevárselos con ella, a todos y cada uno de ellos. Pues, después de todo, ¿qué más le daba? La soledad era la mejor amiga de la locura, ella era la prueba viviente de eso.
La locura, ¿qué era exactamente? Ella no se consideraba una persona desequilibrada, una loca, una psicópata, como ellos decían. Ella era una buena persona a quien le habían pasado cosas malas, una víctima de su entorno, un bebé cuya madre no era nadie más que la miseria. Y aun así, sabía que era su culpa. Ella lo merecía. Cada golpe, cada burla, cada toque. Se lo merecía por ser tan débil.
Veía que sus labios se movían. Veía sus ojos posados en ella, acusadores. Percibía los gritos en la sala como un sonido lejano, distante. Su abogado se movía de un lado a otro, alzando los brazos en el aire mientras vociferaba frente al jurado. Pero ella no estaba allí, al menos no su mente. No le importaba el veredicto final, ya nada podía hacerle daño. Ya estaba rota, ya no había forma de caer más bajo.
Ella sólo quería desaparecer. Que la tierra la tragase, que una bala le hiciera explotar la cabeza, que un cuchillo abriera su cuello y que la sangre brotara a borbotones hasta dejarla seca por dentro. Fantaseaba con saltar del puente de Brooklyn y ahogarse en las sucias aguas del East River. Su boca se hacía agua al pensar en aquel frasco de pastillas para dormir que había quedado dentro de la funda de su almohada. El aroma a gasolina se filtraba por sus narinas al pensar en bañarse en ella y prender un fósforo, un simple fósforo que hiciera arder cada parte de su cuerpo. O tal vez simplemente presionar un poco más la navaja contra sus muñecas. Un profundo corte longitudinal que transformara el color de su piel de blanco nieve a un rojo intenso. Ah, como ansiaba el fin.
– Madina, ¿estás bien? —preguntó su abogado, quien, sin que ella se diera cuenta, había recuperado el lugar a su lado, devolviéndola a la realidad. Ella asintió una sola vez sin siquiera mirarlo, avergonzada de tener que pasar por todo eso. Depositó su vista en el jurado, quienes hablaban entre ellos en susurros. Con sus manos bajo la mesa, cruzó los dedos rogando por que la sentenciaran a muerte. La silla eléctrica, una inyección letal, sonaba tan tentador y liberador. Sólo quería que se acabara, que su vida se acabara.
Los susurros cesaron. Un papel le fue entregado a la jueza. Allí estaba escrito su destino. Cerró los ojos con fuerza, se mordió el labio inferior con tal vehemencia que comenzó a sangrar. Mantuvo los dedos cruzados mientras la voz de la jueza invadía la habitación.
– En el caso de Madina Jillian Witwicky contra el Estado, el jurado ha dictaminado que, luego de un largo proceso de análisis psicológico, las condiciones mentales de la acusada la califican para cumplir veinte años de sentencia en el reformatorio y psiquiátrico Lost Heaven —el grito de una madre deseosa de venganza hizo temblar las ventanas. La sentencia no le parecía justa, a ella tampoco.
Pero lo quisiera o no, Madina Jillian Witwicky, la esquelética muchacha de diecisiete años, tendría que sobrevivir los próximos veinte años encerrada en una isla, en la isla Lost Heaven.
Todo había pasado muy rápido. Como una estrella fugaz, ella le había pedido un solo deseo: morir. Y llevárselos con ella, a todos y cada uno de ellos. Pues, después de todo, ¿qué más le daba? La soledad era la mejor amiga de la locura, ella era la prueba viviente de eso.
La locura, ¿qué era exactamente? Ella no se consideraba una persona desequilibrada, una loca, una psicópata, como ellos decían. Ella era una buena persona a quien le habían pasado cosas malas, una víctima de su entorno, un bebé cuya madre no era nadie más que la miseria. Y aun así, sabía que era su culpa. Ella lo merecía. Cada golpe, cada burla, cada toque. Se lo merecía por ser tan débil.
Veía que sus labios se movían. Veía sus ojos posados en ella, acusadores. Percibía los gritos en la sala como un sonido lejano, distante. Su abogado se movía de un lado a otro, alzando los brazos en el aire mientras vociferaba frente al jurado. Pero ella no estaba allí, al menos no su mente. No le importaba el veredicto final, ya nada podía hacerle daño. Ya estaba rota, ya no había forma de caer más bajo.
Ella sólo quería desaparecer. Que la tierra la tragase, que una bala le hiciera explotar la cabeza, que un cuchillo abriera su cuello y que la sangre brotara a borbotones hasta dejarla seca por dentro. Fantaseaba con saltar del puente de Brooklyn y ahogarse en las sucias aguas del East River. Su boca se hacía agua al pensar en aquel frasco de pastillas para dormir que había quedado dentro de la funda de su almohada. El aroma a gasolina se filtraba por sus narinas al pensar en bañarse en ella y prender un fósforo, un simple fósforo que hiciera arder cada parte de su cuerpo. O tal vez simplemente presionar un poco más la navaja contra sus muñecas. Un profundo corte longitudinal que transformara el color de su piel de blanco nieve a un rojo intenso. Ah, como ansiaba el fin.
– Madina, ¿estás bien? —preguntó su abogado, quien, sin que ella se diera cuenta, había recuperado el lugar a su lado, devolviéndola a la realidad. Ella asintió una sola vez sin siquiera mirarlo, avergonzada de tener que pasar por todo eso. Depositó su vista en el jurado, quienes hablaban entre ellos en susurros. Con sus manos bajo la mesa, cruzó los dedos rogando por que la sentenciaran a muerte. La silla eléctrica, una inyección letal, sonaba tan tentador y liberador. Sólo quería que se acabara, que su vida se acabara.
Los susurros cesaron. Un papel le fue entregado a la jueza. Allí estaba escrito su destino. Cerró los ojos con fuerza, se mordió el labio inferior con tal vehemencia que comenzó a sangrar. Mantuvo los dedos cruzados mientras la voz de la jueza invadía la habitación.
– En el caso de Madina Jillian Witwicky contra el Estado, el jurado ha dictaminado que, luego de un largo proceso de análisis psicológico, las condiciones mentales de la acusada la califican para cumplir veinte años de sentencia en el reformatorio y psiquiátrico Lost Heaven —el grito de una madre deseosa de venganza hizo temblar las ventanas. La sentencia no le parecía justa, a ella tampoco.
Pero lo quisiera o no, Madina Jillian Witwicky, la esquelética muchacha de diecisiete años, tendría que sobrevivir los próximos veinte años encerrada en una isla, en la isla Lost Heaven.
Foxxy- Mensajes : 3
Puntos de Premiación : 14
Puntos : 5
Fecha de inscripción : 04/02/2013
Re: ;; Lost H E A V E N ;;
geniallllllllllllllllllllllllllll
fabulosoooooooooooo
algo sadico. pero muy encantador...
escribes tan hermoso <3 me llego alo mas profunfo de mi alma
siguelaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa
fabulosoooooooooooo
algo sadico. pero muy encantador...
escribes tan hermoso <3 me llego alo mas profunfo de mi alma
siguelaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa
@ngel- Mensajes : 13
Puntos de Premiación : 51
Puntos : 5
Fecha de inscripción : 04/02/2013
Edad : 26
Re: ;; Lost H E A V E N ;;
Me encantó, es muy profunda, aunque me carcome la duda de que hizo como para sentirse tan así, supongo que habrá sido algo terrible como para querer morir. Escribes muy bien, esta genial! de forma sutil y embriagadora :D espero la sigas pronto ;)
Re: ;; Lost H E A V E N ;;
¡Muchas gracias por las reviews chicas! Me alegra que les haya gustado. Acá les dejo el primer capítulo.
ADVERTENCIA: este capítulo contiene escenas de violencia explícita.
cursiva = flashback
CAPÍTULO UNO
At the bottom of the ocean, there’s a place for me
Ella había escuchado hablar de aquel lugar. Una isla a diez kilómetros de Nueva York, a donde llevaban a los criminales trastornados. Un lugar lleno de peligros, un sitio de temer. De gritos por la noche, de policías armados con jeringas llenas de tranquilizantes. Era peor que la prisión. La sola idea de tener que ir a aquel lugar le ponía los pelos de punta. Porque Madina podía anticiparse a su futuro allí: se la devorarían, sería una simple cebra rodeada de leones. Ella no era una criminal. Ella jamás había robado, mentido o lastimado a alguien. Bueno, tal vez sí había lastimado a alguna persona. Treinta y dos personas, para ser exactos. Pero era distinto, porque ella no era agresiva ni disfrutaba lastimando a los demás. Tan sólo había tenido un momento de descontrol, un pequeño momento de cólera. Todos teníamos derecho a un segundo de ira ciega. Había acumulado esa furia por diecisiete años antes de explotar, pero ella no se sabía defender en realidad y, frente a toda aquella gente peligrosa y desequilibrada, sabía que no tenía oportunidad. Madina conocía perfectamente lo que era el miedo, pero jamás lo había sentido con tanta intensidad como en aquel momento.
Estaba sentada en una esquina del ferry que la transportaba a su nuevo destino, a su nueva tortura. Había depositado su mirada en una hormiga que caminaba nerviosa cerca de ella. Y de repente se vio reflejada en esa pequeña. Tan indefensa, tan fácil de aplastar que hacía que prácticamente no valiera la pena. Así era ella, un insecto, insignificante y a punto de ser aplastado sin razón aparente. Se esforzaba por no hacer un solo ruido, por no moverse ni un solo centímetro, luchaba por evitar cualquier mínimo detalle que pudiera hacer que la atención se centrara en ella. Estaba rodeada de reclusos que charlaban, gritaban, lloraban y reían. Las nuevas amenazas en la vida de Madina. Ella simplemente hacía todo por pasar desapercibida. Cerró los ojos por un momento e imaginó que su color iba desapareciendo y que su cuerpo se volvía plano. Fantaseó por un instante con camuflarse con la pared contra la que estaba apoyada. Disfrutó por un segundo la idea de fundirse contra el metal y transformarse en una parte más de aquel ferry. Con esta idea comenzó poco a poco a relajarse. Aún con sus ojos cerrados jugueteó un poco con las esposas que apresaban sus muñecas e inspiró profundamente, llenándose los pulmones con aquel olor a océano y nicotina que invadía la habitación.
— Pero miren nada más, ¡que belleza! —exclamó una voz demasiado cercana. Madina dio un salto en el asiento y abrió los ojos de par en par, para encontrarse con el rostro de un muchacho a pocos centímetros del de ella, agachado para quedar a su altura. El pánico invadió cada fibra de su ser, un leve temblor se apoderó de su cuerpo y su garganta se cerró con un nudo que le impidió emitir sonido. El chico, de ojos color avellana llenos de malicia, sonrió de manera sombría, mientras le hacía una seña con la mano a otro muchacho para que se acercara.
— Vaya, parece que tendremos con qué divertirnos, Frankie —dijo el recién llegado, cuyas gafas parecían ser más grandes que su cara. Madina sintió que las lágrimas se agolpaban en sus ojos, amenazando con derramarse en cualquier momento. ¿Por qué? ¿Por qué siempre a ella? No era atractiva, no era voluptuosa ni tenía un trasero envidiable. Era un palo de escoba de cabello castaño, nada exuberante, nada que llamara la atención. Entonces, ¿por qué parecía ser la víctima predilecta de cada pervertido con el que se cruzaba? Habían otras chicas en aquel ferry, ¿por qué se tenían que fijar en ella?
— Oh no, creo que nuestra amiga va a llorar —el muchacho de los anteojos soltó una risotada mientras la observaba de arriba abajo, desnudándola con la mirada. Al parecer ella tenía razón, sería la cebra rodeada de leones.
— Tranquila, nena, prometo que seré gentil —se burló el otro, sin alejarse un solo milímetro. Mirándola fijamente a los ojos, llevó sus manos esposadas hasta su rodilla y comenzó a subir lentamente por su muslo izquierdo hasta llegar a su entrepierna. Un violento estremecimiento recorrió la extensión de su espina dorsal, provocando que ambos hombres emitieran estruendosas carcajadas. Era como un deja-vu. La mala suerte no la perseguía, la acosaba. La desgracia parecía estar obsesionada con ella, se había transformado en su sombra al caminar. Sin importar cuánto avanzara bajo el sol, la desdicha estaría a su lado.
— Es suficiente —ordenó una voz masculina con dureza. La mirada de los tres se dirigió automáticamente en el dueño de esa voz. Un muchacho cadavérico, de ojos esmeralda capaces de penetrar hasta el alma. Su cabello, negro como la noche más oscura, caía como melena a ambos lados de su rostro y tapaba parte de éste. Había algo en su semblante, algo en sus ojos que hizo que Madina volviera a temblar. Aquel joven llevaba escrita la palabra “peligro” en su frente. Pero sin importar la mala espina que le diera, sus dos palabras habían hecho que los chicos que estaban revoloteando a su alrededor corrieran a su lado a la velocidad de la luz, como perros con su dueño. Otra mala señal, ¿acaso él era su líder o algo así? Si ese era el caso, eso sólo significaba que el muchacho de los cabellos negros era más peligroso que sus amigos. No quería ni siquiera pensar en la razón por la que aquellos chicos estaban en ese ferry, pero de lo que estaba segura era de que no era ningún crimen menor. Hizo una nota mental: “mantente alejada de ellos, por todos los medios”.
Madina apartó la mirada de ellos justo a tiempo para ver cómo “su salvador” le dedicaba una sonrisa tétrica, una sonrisa que le heló la sangre.
Y volvió a quedar inmóvil en su lugar, esta vez sin atreverse siquiera a pestañear, con todos sus sentidos alerta. ¿Tendría que soportar veinte años más de eso? ¿De acosos y maltratos? ¿Realmente se lo merecía? Es cierto, había tomado una medida extrema, pero podía perfectamente justificarse. Si se analizaba a fondo, podía incluso decirse que había sido en defensa personal. Ellos se lo habían buscado, todos ellos, los que había atrapado y los que habían escapado. Y si tuviera que hacerlo de nuevo, lo haría sin remordimiento. Todos tenemos un punto de quiebre, incluso alguien tan paciente como ella. Les había dado oportunidades, millones de ellas, pero ellos habían escogido burlarse. Habían decidido denigrarla y torturarla en todas las formas que sus estrechas mentes pudieron pensar. Había recibido un sinfín de golpes, había escuchado las bromas y los comentarios más crueles que a alguien se le podían ocurrir. Había sido tocada y abusada tantas veces que se había transformado en un enfermizo hobbie de sus torturadores. Y ella lo había soportado en silencio… hasta aquel glorioso y fatídico día.
La alarma sonó como todas las mañanas a las 6:30 am. Aquel sonido que daba inicio a un día más de sufrimiento. Se revolvió entre sus sábanas, llenas de sangre. Había abierto profundas heridas la noche anterior, heridas que probablemente necesitaban asistencia médica. Pero, por favor, ¿quién demonios se preocuparía por el bienestar? ¿Su padre? Era difícil que un cadáver curara sus rebanados brazos. ¿Su madre? Probablemente estaba demasiado ocupada dándole sexo oral a uno de sus tantos acompañantes. Pero eso ya no importaba, porque ese sería el último día de su vida. Esas cicatrices se verían bien cuando estuviera dentro de su ataúd. Se preguntó si alguien iría a su funeral, aunque dudaba que su madre se dignara a organizar uno. No, claro que no, estaría muy ocupada siendo la protagonista de su propio funeral.
Madina conocía a su público, y ese día les daría exactamente lo que querían. Aunque eso no significaba que no dejaría algo para que la recordaran. Se levantó de su cama, temblando de la ansiedad y se dirigió a la silla en donde había dejado la ropa el día anterior. Unos pantalones de camuflaje y una camiseta blanca, que al final del día acabaría siendo roja. Se agachó y de debajo de su cama sacó algo que había estado guardando hacía semanas: un arma AK-103, una pistola Glock 17C automática de 9mm y una ametralladora TEC-9. Las había conseguido de uno de los amantes de su madre, cuya profesión no era otra que traficante de armas. Había sido fácil, al hombre no le importaba en lo más mínimo para qué la iba a usar, siempre y cuando le pagara. Robó el dinero de su madre, de su “dinero para la clínica de rehabilitación”, fondo que jamás usaría. Guardó las armas en un bolso junto con las balas, las cuales tenía guardadas en el cajón de su mesa de luz, algunas cadenas y candados. Se colocó el cinturón en donde más tarde colocaría las municiones y tomó el cerdito de peluche rosa que descansaba en su cama, Gerard. No podía vivir sin él, había sido un regalo de su padre antes de morir a manos de uno de los amantes de su madre. Aquel peluche era su mejor amigo, el único que jamás la había tratado mal.
Ya estaba lista. Había llegado la hora de actuar. Se miró en el espejo y le sonrió a su demacrado reflejo. Ese sería el último día de su vida y no podía estar más feliz por ello. Se llevó una mano a sus costillas, que sobresalían de su abdomen y suspiró. La anorexia era el menor de sus problemas, pero se terminaría ese mismo día junto a todos los demás.
Salió de su habitación con Gerard bajo un brazo y sosteniendo el bolso con el otro. Llegó a la puerta de la habitación de su madre y dejó al peluche en el suelo.
— Enseguida regreso —le dijo, tomando la Glock entre sus manos y abriendo la puerta con un gran estruendo. Su madre despertó de golpe y enseguida la miró con furia.
— ¿Qué crees que haces? ¡Maldita enfer-! —no pudo ni siquiera terminar de insultarla, ya que Madina le dio un disparo justo en el medio de la frente. La sangre salpicó contra la pared a espaldas de su madre y ella cayó sobre su cama, mientras un enorme charco de ese poderoso elixir rojo se esparcía sobre sus sábanas. El aroma a óxido invadió la habitación y Madina inspiró profundamente, deleitada. Creyó que matar a alguien la haría sentir mal, pero lo cierto era que en cuanto aquella bala atravesó la cabeza de su madre ella se sintió liberada. Una menos, faltaban trescientos. Acabaría uno a uno con los chicos de su generación, con todos los que en algún momento la habían hecho sentir miserable.
Salió de la habitación, guardó el arma y volvió a tomar a Gerard, emprendiendo camino hacia el 2800 de la calle Ocean Parkway, locación de la Escuela Secundaria Abraham Lincoln. Por la calle nadie le prestó atención, ella era un fantasma invisible, como siempre. Se aseguró de que la hora de su llegada fuera la hora en la que todos se encontraran en clase, para tener tiempo para prepararse. Cerró todas las puertas hacia el exterior con las cadenas y se dirigió hacia el pasillo principal, faltaban tan sólo diez minutos para que sonara la campana, la cual anunciaría el momento de su muerte. Depositó a Gerard sobre la hilera de lockers y colocó una a una las balas en su cinturón. También en él guardó la Glock, y sostuvo la AK-103 y la TEC-9 con cada mano. Y finalmente, el timbre sonó.
Los alumnos salieron charlando, gritando como los animales que eran, pero el silencio reinó en cuanto la vieron. Sin embargo, no obtuvo la reacción que esperaba.
— ¡Por favor, Witwicky, ni siquiera sabes usar eso! —profirió un chico y el resto de las personas estallaron en risas. Lo observó detenidamente por unos segundos. Él había sido el primero, el primero en abusar cruelmente de ella. Lo recordaba con claridad, aquella vez que la habían arrastrado al baño a la fuerza entre él y dos de sus amigos. La manera en que le habían arrancado la ropa, el momento en el que la había penetrado sin piedad. No lo dudó y le disparó a la entrepierna con la AK-103. Jamás volvería a violar a alguien. El muchacho cayó al suelo y el lugar enseguida se llenó de gritos de pánico.
— Madina, yo nunca te hice nada —mintió una porrista. ¡Bang! Muerta. En menos de un minuto el lugar se había convertido en un caos, lleno de chillidos, súplicas por piedad y sonidos de disparos. Madina abrió fuego contra todos, disparando a diestra y siniestra sin detenerse a pensar un segundo en lo que estaba haciendo. La adrenalina se había apoderado de cada parte de su cuerpo, estaba completamente fuera de sí y, a decir verdad, eso le agradaba. ¿Ellos creían que podían tratarla como la mierda? ¿Que la tonta Witwicky se dejaría pisotear? Ella acababa de ponerle un final a esa situación. Les estaba demostrando lo fuerte que Madina Witwicky podía ser.
La sangre abundaba en los pasillos mientras ella avanzaba, pisando los cadáveres que encontraba a su paso. Una vez más, había un delicioso aroma a óxido en el ambiente, mezclado con el sudor y la desesperación de sus víctimas. Era divertida la manera en que se habían invertido los roles, ahora era ella quien los hacía agonizar de dolor sin remordimiento. La imagen de sus cuerpos sacudiéndose al recibir el balazo, la manera en que caían al suelo ya sin vida, el ruego final por piedad antes del disparo, todo eso la estaba volviendo loca de placer.
— ¡BANG! ¡BANG! ¡BANG! —exclamaba cada vez que tiraba del gatillo. Era, probablemente, la primera vez que aquellos bastardos la escuchaban gritar. Porque claro, la tonta Witwicky soportaba todo con la boca cerrada. Pero no más. Si no escuchaban su voz, sin duda escucharían sus disparos.
Volvió al lugar de origen y tomó a Gerard bajo el brazo. Recargó las armas y comenzó a correr por los pasillos, en busca de una segunda ronda. El lugar estaba vacío, todos estaban escondidos.
— ¡¿Quieren jugar a las jodidas escondidas, puercos?! —pateó la puerta del baño de hombres, el lugar en el que había pasado sus peores momentos. El baño estaba vacío. Sin embargo, desde los cubículos se escuchaban un levísimo sollozo que intentaba ser reprimido. Madina abrió el cubículo de una patada también y se encontró con nada más y nada menos que el mariscal de campo, uno de sus más crueles verdugos.
— Madina, por favor, sólo hice esas cosas porque estaba enamorado de ti, ¡lo siento! ¡Lo siento! —si había algo peor que las cosas que le había hecho, era que le mintiera de esa manera. Le escupió la cara y colocó el cañón de la AK-103 en su frente.
— Que pena que tus últimas palabras sean una mentira —y, sin darle tiempo de un último aliento, jaló el gatillo. Una vez, dos veces, tres veces, cuatro veces… descargaba el arma con furia contra la cabeza de aquel chico, al punto de destrozar su cráneo. Un agujero lo atravesaba, tan grande como para poder ver a través de él. Contra la pared del baño habían quedado pedazos de su cerebro, la poca materia gris que tenía el muchacho. Miro hacia abajo y notó que su camiseta estaba manchada de aquel líquido escarlata que acababa de explotar junto a la cabeza del muchacho como una bomba de tinta. Pateó el cadáver un par de veces y finalmente salió del baño, dispuesta a buscar a sus últimas víctimas. Ya estaba cansada, ya se había divertido y llegaba la hora de que ella misma recibiera el dulce y frío abrazo de la muerte.
Dejó la descargada AK-103 y la TEC-9 en el suelo y apretó a Gerard contra su pecho.
— Bueno, Gee, este es el final de nuestro camino —susurró y tomó la Glock con su mano libre. La destrabó y llevó el cañón a su sien. Cerró los ojos, inspiró hasta llenarse los pulmones y, al comenzar a apretar el gatillo, alguien la tacleó. El equipo SWAT había llegado, su plan se había arruinado.
Sacudió la cabeza levemente, tratando de devolverse a sí misma a la realidad. No sabía cuánto tiempo había estado sumergida en sus recuerdos, pero al parecer había sido un buen rato ya que el resto de los reclusos habían comenzado a pararse y a seguir a un par de guardias que los dirigían a la salida. Se incorporó de un salto y se apresuró para mezclarse con las otras treinta y tres personas que se encontraban en ese ferry. Sintió las miradas de aquellos chicos sobre ella, pero eligió dirigir su vista hacia los guardias y tratar de ignorarlos. Esos chicos no le darían más que problemas.
— Queremos que formen dos filas. Una de mujeres y otra de hombres, ¡ya! —todos se formaron rápidamente y Madina, gracias a su lentitud, terminó última en la fila. Justo al lado del chico del cabello negro. Tragó saliva rogando por que la ignorara, pero el muchacho no mostró ningún interés en disimular el hecho de que no le quitaba el ojo de encima.
— Lo siento si mis amigos te asustaron. Son un poco idiotas, pero no te tocarán —dijo el muchacho en voz baja, sonriendo en el intento de tranquilizarla. Madina ni siquiera lo miró, simplemente asintió y mantuvo su semblante sereno—. Soy Gerard —agregó, a la espera de una respuesta. Ella enarcó ambas cejas y se sorprendió al escuchar el nombre de su peluche preferido. Esto le inspiró cierta confianza, nadie que llevara ese nombre podía ser tan malo… ¿o sí?
— Madina —respondió ella de manera débil, aún sin posar sus ojos en él. Gerard abrió la boca para hablar, pero fue interrumpido por el sonido de un silbato, indicando que tenían que avanzar.
Caminaron en línea recta por un muelle de madera, raído y húmedo. Allí los esperaban tres guardias más, que los obligaron a detenerse en medio del muelle.
— De acuerdo, escuchen bien porque sólo lo diré una vez. Tienen suerte de estar aquí, pero no piensen que por ser un montón de locos tendrán un trato muy distinto al de cualquier otra prisión. Sus crímenes fueron terribles y deberán pagar por ellos. Ahora, cuando lleguen al edificio se los llevará a su pabellón correspondiente. Hay dos pabellones, de hombres y de mujeres. Las habitaciones son de dos personas y allí encontrarán ropa y las pertenencias que les hayan permitido. Los almuerzos son a las doce del mediodía en punto. Las horas que pueden estar fuera de sus celdas son de doce a siete de la tarde, a partir de ese momento serán llevados a sus celdas y no volverán a salir hasta el otro día, sin excepción. La medicación será suministrada por los enfermeros a las nueve de la mañana, a la una de la tarde y a las nueve de la noche. Es obligatorio tomarla, así que no intenten evadirla. Si tienen alguna duda, no es mi problema. Bienvenidos a Lost Heaven, bastardos —el guardia habló con seguridad y sin detenerse. No había lugar para preguntas, eso estaba claro. Ahora simplemente tendría que acostumbrarse a esas reglas sin chistar. Sería lo único que podría mantenerla alejada de los problemas.
ADVERTENCIA: este capítulo contiene escenas de violencia explícita.
cursiva = flashback
CAPÍTULO UNO
At the bottom of the ocean, there’s a place for me
Ella había escuchado hablar de aquel lugar. Una isla a diez kilómetros de Nueva York, a donde llevaban a los criminales trastornados. Un lugar lleno de peligros, un sitio de temer. De gritos por la noche, de policías armados con jeringas llenas de tranquilizantes. Era peor que la prisión. La sola idea de tener que ir a aquel lugar le ponía los pelos de punta. Porque Madina podía anticiparse a su futuro allí: se la devorarían, sería una simple cebra rodeada de leones. Ella no era una criminal. Ella jamás había robado, mentido o lastimado a alguien. Bueno, tal vez sí había lastimado a alguna persona. Treinta y dos personas, para ser exactos. Pero era distinto, porque ella no era agresiva ni disfrutaba lastimando a los demás. Tan sólo había tenido un momento de descontrol, un pequeño momento de cólera. Todos teníamos derecho a un segundo de ira ciega. Había acumulado esa furia por diecisiete años antes de explotar, pero ella no se sabía defender en realidad y, frente a toda aquella gente peligrosa y desequilibrada, sabía que no tenía oportunidad. Madina conocía perfectamente lo que era el miedo, pero jamás lo había sentido con tanta intensidad como en aquel momento.
Estaba sentada en una esquina del ferry que la transportaba a su nuevo destino, a su nueva tortura. Había depositado su mirada en una hormiga que caminaba nerviosa cerca de ella. Y de repente se vio reflejada en esa pequeña. Tan indefensa, tan fácil de aplastar que hacía que prácticamente no valiera la pena. Así era ella, un insecto, insignificante y a punto de ser aplastado sin razón aparente. Se esforzaba por no hacer un solo ruido, por no moverse ni un solo centímetro, luchaba por evitar cualquier mínimo detalle que pudiera hacer que la atención se centrara en ella. Estaba rodeada de reclusos que charlaban, gritaban, lloraban y reían. Las nuevas amenazas en la vida de Madina. Ella simplemente hacía todo por pasar desapercibida. Cerró los ojos por un momento e imaginó que su color iba desapareciendo y que su cuerpo se volvía plano. Fantaseó por un instante con camuflarse con la pared contra la que estaba apoyada. Disfrutó por un segundo la idea de fundirse contra el metal y transformarse en una parte más de aquel ferry. Con esta idea comenzó poco a poco a relajarse. Aún con sus ojos cerrados jugueteó un poco con las esposas que apresaban sus muñecas e inspiró profundamente, llenándose los pulmones con aquel olor a océano y nicotina que invadía la habitación.
— Pero miren nada más, ¡que belleza! —exclamó una voz demasiado cercana. Madina dio un salto en el asiento y abrió los ojos de par en par, para encontrarse con el rostro de un muchacho a pocos centímetros del de ella, agachado para quedar a su altura. El pánico invadió cada fibra de su ser, un leve temblor se apoderó de su cuerpo y su garganta se cerró con un nudo que le impidió emitir sonido. El chico, de ojos color avellana llenos de malicia, sonrió de manera sombría, mientras le hacía una seña con la mano a otro muchacho para que se acercara.
— Vaya, parece que tendremos con qué divertirnos, Frankie —dijo el recién llegado, cuyas gafas parecían ser más grandes que su cara. Madina sintió que las lágrimas se agolpaban en sus ojos, amenazando con derramarse en cualquier momento. ¿Por qué? ¿Por qué siempre a ella? No era atractiva, no era voluptuosa ni tenía un trasero envidiable. Era un palo de escoba de cabello castaño, nada exuberante, nada que llamara la atención. Entonces, ¿por qué parecía ser la víctima predilecta de cada pervertido con el que se cruzaba? Habían otras chicas en aquel ferry, ¿por qué se tenían que fijar en ella?
— Oh no, creo que nuestra amiga va a llorar —el muchacho de los anteojos soltó una risotada mientras la observaba de arriba abajo, desnudándola con la mirada. Al parecer ella tenía razón, sería la cebra rodeada de leones.
— Tranquila, nena, prometo que seré gentil —se burló el otro, sin alejarse un solo milímetro. Mirándola fijamente a los ojos, llevó sus manos esposadas hasta su rodilla y comenzó a subir lentamente por su muslo izquierdo hasta llegar a su entrepierna. Un violento estremecimiento recorrió la extensión de su espina dorsal, provocando que ambos hombres emitieran estruendosas carcajadas. Era como un deja-vu. La mala suerte no la perseguía, la acosaba. La desgracia parecía estar obsesionada con ella, se había transformado en su sombra al caminar. Sin importar cuánto avanzara bajo el sol, la desdicha estaría a su lado.
— Es suficiente —ordenó una voz masculina con dureza. La mirada de los tres se dirigió automáticamente en el dueño de esa voz. Un muchacho cadavérico, de ojos esmeralda capaces de penetrar hasta el alma. Su cabello, negro como la noche más oscura, caía como melena a ambos lados de su rostro y tapaba parte de éste. Había algo en su semblante, algo en sus ojos que hizo que Madina volviera a temblar. Aquel joven llevaba escrita la palabra “peligro” en su frente. Pero sin importar la mala espina que le diera, sus dos palabras habían hecho que los chicos que estaban revoloteando a su alrededor corrieran a su lado a la velocidad de la luz, como perros con su dueño. Otra mala señal, ¿acaso él era su líder o algo así? Si ese era el caso, eso sólo significaba que el muchacho de los cabellos negros era más peligroso que sus amigos. No quería ni siquiera pensar en la razón por la que aquellos chicos estaban en ese ferry, pero de lo que estaba segura era de que no era ningún crimen menor. Hizo una nota mental: “mantente alejada de ellos, por todos los medios”.
Madina apartó la mirada de ellos justo a tiempo para ver cómo “su salvador” le dedicaba una sonrisa tétrica, una sonrisa que le heló la sangre.
Y volvió a quedar inmóvil en su lugar, esta vez sin atreverse siquiera a pestañear, con todos sus sentidos alerta. ¿Tendría que soportar veinte años más de eso? ¿De acosos y maltratos? ¿Realmente se lo merecía? Es cierto, había tomado una medida extrema, pero podía perfectamente justificarse. Si se analizaba a fondo, podía incluso decirse que había sido en defensa personal. Ellos se lo habían buscado, todos ellos, los que había atrapado y los que habían escapado. Y si tuviera que hacerlo de nuevo, lo haría sin remordimiento. Todos tenemos un punto de quiebre, incluso alguien tan paciente como ella. Les había dado oportunidades, millones de ellas, pero ellos habían escogido burlarse. Habían decidido denigrarla y torturarla en todas las formas que sus estrechas mentes pudieron pensar. Había recibido un sinfín de golpes, había escuchado las bromas y los comentarios más crueles que a alguien se le podían ocurrir. Había sido tocada y abusada tantas veces que se había transformado en un enfermizo hobbie de sus torturadores. Y ella lo había soportado en silencio… hasta aquel glorioso y fatídico día.
La alarma sonó como todas las mañanas a las 6:30 am. Aquel sonido que daba inicio a un día más de sufrimiento. Se revolvió entre sus sábanas, llenas de sangre. Había abierto profundas heridas la noche anterior, heridas que probablemente necesitaban asistencia médica. Pero, por favor, ¿quién demonios se preocuparía por el bienestar? ¿Su padre? Era difícil que un cadáver curara sus rebanados brazos. ¿Su madre? Probablemente estaba demasiado ocupada dándole sexo oral a uno de sus tantos acompañantes. Pero eso ya no importaba, porque ese sería el último día de su vida. Esas cicatrices se verían bien cuando estuviera dentro de su ataúd. Se preguntó si alguien iría a su funeral, aunque dudaba que su madre se dignara a organizar uno. No, claro que no, estaría muy ocupada siendo la protagonista de su propio funeral.
Madina conocía a su público, y ese día les daría exactamente lo que querían. Aunque eso no significaba que no dejaría algo para que la recordaran. Se levantó de su cama, temblando de la ansiedad y se dirigió a la silla en donde había dejado la ropa el día anterior. Unos pantalones de camuflaje y una camiseta blanca, que al final del día acabaría siendo roja. Se agachó y de debajo de su cama sacó algo que había estado guardando hacía semanas: un arma AK-103, una pistola Glock 17C automática de 9mm y una ametralladora TEC-9. Las había conseguido de uno de los amantes de su madre, cuya profesión no era otra que traficante de armas. Había sido fácil, al hombre no le importaba en lo más mínimo para qué la iba a usar, siempre y cuando le pagara. Robó el dinero de su madre, de su “dinero para la clínica de rehabilitación”, fondo que jamás usaría. Guardó las armas en un bolso junto con las balas, las cuales tenía guardadas en el cajón de su mesa de luz, algunas cadenas y candados. Se colocó el cinturón en donde más tarde colocaría las municiones y tomó el cerdito de peluche rosa que descansaba en su cama, Gerard. No podía vivir sin él, había sido un regalo de su padre antes de morir a manos de uno de los amantes de su madre. Aquel peluche era su mejor amigo, el único que jamás la había tratado mal.
Ya estaba lista. Había llegado la hora de actuar. Se miró en el espejo y le sonrió a su demacrado reflejo. Ese sería el último día de su vida y no podía estar más feliz por ello. Se llevó una mano a sus costillas, que sobresalían de su abdomen y suspiró. La anorexia era el menor de sus problemas, pero se terminaría ese mismo día junto a todos los demás.
Salió de su habitación con Gerard bajo un brazo y sosteniendo el bolso con el otro. Llegó a la puerta de la habitación de su madre y dejó al peluche en el suelo.
— Enseguida regreso —le dijo, tomando la Glock entre sus manos y abriendo la puerta con un gran estruendo. Su madre despertó de golpe y enseguida la miró con furia.
— ¿Qué crees que haces? ¡Maldita enfer-! —no pudo ni siquiera terminar de insultarla, ya que Madina le dio un disparo justo en el medio de la frente. La sangre salpicó contra la pared a espaldas de su madre y ella cayó sobre su cama, mientras un enorme charco de ese poderoso elixir rojo se esparcía sobre sus sábanas. El aroma a óxido invadió la habitación y Madina inspiró profundamente, deleitada. Creyó que matar a alguien la haría sentir mal, pero lo cierto era que en cuanto aquella bala atravesó la cabeza de su madre ella se sintió liberada. Una menos, faltaban trescientos. Acabaría uno a uno con los chicos de su generación, con todos los que en algún momento la habían hecho sentir miserable.
Salió de la habitación, guardó el arma y volvió a tomar a Gerard, emprendiendo camino hacia el 2800 de la calle Ocean Parkway, locación de la Escuela Secundaria Abraham Lincoln. Por la calle nadie le prestó atención, ella era un fantasma invisible, como siempre. Se aseguró de que la hora de su llegada fuera la hora en la que todos se encontraran en clase, para tener tiempo para prepararse. Cerró todas las puertas hacia el exterior con las cadenas y se dirigió hacia el pasillo principal, faltaban tan sólo diez minutos para que sonara la campana, la cual anunciaría el momento de su muerte. Depositó a Gerard sobre la hilera de lockers y colocó una a una las balas en su cinturón. También en él guardó la Glock, y sostuvo la AK-103 y la TEC-9 con cada mano. Y finalmente, el timbre sonó.
Los alumnos salieron charlando, gritando como los animales que eran, pero el silencio reinó en cuanto la vieron. Sin embargo, no obtuvo la reacción que esperaba.
— ¡Por favor, Witwicky, ni siquiera sabes usar eso! —profirió un chico y el resto de las personas estallaron en risas. Lo observó detenidamente por unos segundos. Él había sido el primero, el primero en abusar cruelmente de ella. Lo recordaba con claridad, aquella vez que la habían arrastrado al baño a la fuerza entre él y dos de sus amigos. La manera en que le habían arrancado la ropa, el momento en el que la había penetrado sin piedad. No lo dudó y le disparó a la entrepierna con la AK-103. Jamás volvería a violar a alguien. El muchacho cayó al suelo y el lugar enseguida se llenó de gritos de pánico.
— Madina, yo nunca te hice nada —mintió una porrista. ¡Bang! Muerta. En menos de un minuto el lugar se había convertido en un caos, lleno de chillidos, súplicas por piedad y sonidos de disparos. Madina abrió fuego contra todos, disparando a diestra y siniestra sin detenerse a pensar un segundo en lo que estaba haciendo. La adrenalina se había apoderado de cada parte de su cuerpo, estaba completamente fuera de sí y, a decir verdad, eso le agradaba. ¿Ellos creían que podían tratarla como la mierda? ¿Que la tonta Witwicky se dejaría pisotear? Ella acababa de ponerle un final a esa situación. Les estaba demostrando lo fuerte que Madina Witwicky podía ser.
La sangre abundaba en los pasillos mientras ella avanzaba, pisando los cadáveres que encontraba a su paso. Una vez más, había un delicioso aroma a óxido en el ambiente, mezclado con el sudor y la desesperación de sus víctimas. Era divertida la manera en que se habían invertido los roles, ahora era ella quien los hacía agonizar de dolor sin remordimiento. La imagen de sus cuerpos sacudiéndose al recibir el balazo, la manera en que caían al suelo ya sin vida, el ruego final por piedad antes del disparo, todo eso la estaba volviendo loca de placer.
— ¡BANG! ¡BANG! ¡BANG! —exclamaba cada vez que tiraba del gatillo. Era, probablemente, la primera vez que aquellos bastardos la escuchaban gritar. Porque claro, la tonta Witwicky soportaba todo con la boca cerrada. Pero no más. Si no escuchaban su voz, sin duda escucharían sus disparos.
Volvió al lugar de origen y tomó a Gerard bajo el brazo. Recargó las armas y comenzó a correr por los pasillos, en busca de una segunda ronda. El lugar estaba vacío, todos estaban escondidos.
— ¡¿Quieren jugar a las jodidas escondidas, puercos?! —pateó la puerta del baño de hombres, el lugar en el que había pasado sus peores momentos. El baño estaba vacío. Sin embargo, desde los cubículos se escuchaban un levísimo sollozo que intentaba ser reprimido. Madina abrió el cubículo de una patada también y se encontró con nada más y nada menos que el mariscal de campo, uno de sus más crueles verdugos.
— Madina, por favor, sólo hice esas cosas porque estaba enamorado de ti, ¡lo siento! ¡Lo siento! —si había algo peor que las cosas que le había hecho, era que le mintiera de esa manera. Le escupió la cara y colocó el cañón de la AK-103 en su frente.
— Que pena que tus últimas palabras sean una mentira —y, sin darle tiempo de un último aliento, jaló el gatillo. Una vez, dos veces, tres veces, cuatro veces… descargaba el arma con furia contra la cabeza de aquel chico, al punto de destrozar su cráneo. Un agujero lo atravesaba, tan grande como para poder ver a través de él. Contra la pared del baño habían quedado pedazos de su cerebro, la poca materia gris que tenía el muchacho. Miro hacia abajo y notó que su camiseta estaba manchada de aquel líquido escarlata que acababa de explotar junto a la cabeza del muchacho como una bomba de tinta. Pateó el cadáver un par de veces y finalmente salió del baño, dispuesta a buscar a sus últimas víctimas. Ya estaba cansada, ya se había divertido y llegaba la hora de que ella misma recibiera el dulce y frío abrazo de la muerte.
Dejó la descargada AK-103 y la TEC-9 en el suelo y apretó a Gerard contra su pecho.
— Bueno, Gee, este es el final de nuestro camino —susurró y tomó la Glock con su mano libre. La destrabó y llevó el cañón a su sien. Cerró los ojos, inspiró hasta llenarse los pulmones y, al comenzar a apretar el gatillo, alguien la tacleó. El equipo SWAT había llegado, su plan se había arruinado.
Sacudió la cabeza levemente, tratando de devolverse a sí misma a la realidad. No sabía cuánto tiempo había estado sumergida en sus recuerdos, pero al parecer había sido un buen rato ya que el resto de los reclusos habían comenzado a pararse y a seguir a un par de guardias que los dirigían a la salida. Se incorporó de un salto y se apresuró para mezclarse con las otras treinta y tres personas que se encontraban en ese ferry. Sintió las miradas de aquellos chicos sobre ella, pero eligió dirigir su vista hacia los guardias y tratar de ignorarlos. Esos chicos no le darían más que problemas.
— Queremos que formen dos filas. Una de mujeres y otra de hombres, ¡ya! —todos se formaron rápidamente y Madina, gracias a su lentitud, terminó última en la fila. Justo al lado del chico del cabello negro. Tragó saliva rogando por que la ignorara, pero el muchacho no mostró ningún interés en disimular el hecho de que no le quitaba el ojo de encima.
— Lo siento si mis amigos te asustaron. Son un poco idiotas, pero no te tocarán —dijo el muchacho en voz baja, sonriendo en el intento de tranquilizarla. Madina ni siquiera lo miró, simplemente asintió y mantuvo su semblante sereno—. Soy Gerard —agregó, a la espera de una respuesta. Ella enarcó ambas cejas y se sorprendió al escuchar el nombre de su peluche preferido. Esto le inspiró cierta confianza, nadie que llevara ese nombre podía ser tan malo… ¿o sí?
— Madina —respondió ella de manera débil, aún sin posar sus ojos en él. Gerard abrió la boca para hablar, pero fue interrumpido por el sonido de un silbato, indicando que tenían que avanzar.
Caminaron en línea recta por un muelle de madera, raído y húmedo. Allí los esperaban tres guardias más, que los obligaron a detenerse en medio del muelle.
— De acuerdo, escuchen bien porque sólo lo diré una vez. Tienen suerte de estar aquí, pero no piensen que por ser un montón de locos tendrán un trato muy distinto al de cualquier otra prisión. Sus crímenes fueron terribles y deberán pagar por ellos. Ahora, cuando lleguen al edificio se los llevará a su pabellón correspondiente. Hay dos pabellones, de hombres y de mujeres. Las habitaciones son de dos personas y allí encontrarán ropa y las pertenencias que les hayan permitido. Los almuerzos son a las doce del mediodía en punto. Las horas que pueden estar fuera de sus celdas son de doce a siete de la tarde, a partir de ese momento serán llevados a sus celdas y no volverán a salir hasta el otro día, sin excepción. La medicación será suministrada por los enfermeros a las nueve de la mañana, a la una de la tarde y a las nueve de la noche. Es obligatorio tomarla, así que no intenten evadirla. Si tienen alguna duda, no es mi problema. Bienvenidos a Lost Heaven, bastardos —el guardia habló con seguridad y sin detenerse. No había lugar para preguntas, eso estaba claro. Ahora simplemente tendría que acostumbrarse a esas reglas sin chistar. Sería lo único que podría mantenerla alejada de los problemas.
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